martes, 16 de febrero de 2010

Cuando la vida ya nada me ofrecia

Llegas, amor,
¡Cuando la vida ya nada me ofrecía!
Sino un duro sabor de lenta consunción,
y un saberse dolor desamparado.

Casi ceniza de tinieblas;
llega tu voz a destrozar la noche,
¡y asciendes por mi cuerpo,
como el cálido pulso hacia el latir postrero!
De quien a solas sabe.-
Que un abismo de duelo lo sostiene.

Nada había sin ti,
ni un sueño transformado en vida,
ni la certeza que nos precipita
hasta el total saberse consumido;
sólo un pavor entre mi noche.

Levantando su voz de precipicio;
era una sombra que se destrozaba,
incierta en húmedas tinieblas,
y engañosas palabras destruidas,
trocadas en blasfemias que a los ojos,
ni luz ni sombra daban:
Era el temor a ser sólo una lágrima.

Mas el mundo renace al encontrarte,
y la -luz es de nuevo luz-,
ascendiendo hacia el aire,
la tersa calidez de tus alientos.

Lentamente erigidos;
brotan de fuerza y cólera,
y de un aroma suave como espuma,
tal como un leve recuerdo,
que de pronto se hiciera un muro de dureza,
o un manantial de sombras.

¡Y en ti mi corazón no tiene forma,
ni es un círculo en paz con su tristeza!

Sino un pequeño fuego,
el grito que florece en medio de los labios,
y torna a ser el fin.

Un sencillo reflejo de tu cuerpo,
el cristal que a tu imagen desafía,
el sueño que en tu sombra se aniquila.

Olas de luz tu voz, tu aliento y tu mirada,
en la dolida playa de mi cuerpo;
olas que en mí, desnudase como alas,
hechas rumor de espuma, oscuridad, aroma tierno,
cuando al sentirme junto a tu desnudo sollozo,
se ilumina la forma de mi cuerpo.

Un mar de sombra eres, y entre tu sal oscura,
hay un mundo de luz amaneciendo.


José Manuel Sirgo Gallardo